Afortunadamente, el mundo del cine es casi inabarcable, y no siempre busca contarnos una historia lineal o cómoda. A veces, lo que pretende es ponernos a prueba, confundirnos, hacernos dudar de lo que vemos y sentimos, y que pensemos. En ese momento, la pantalla deja de ser solo una ventana y se convierte en un extraño espejo psicológico. Lo que el director hace, con maestría, delicadeza o con crueldad, es empujarnos dentro del relato, convertirnos en cómplices de la ilusión.

Hay películas que nos manipulan con una precisión casi hipnótica para disfrutarla de un modo distinto, más mental. Nos gusta sentirnos parte del truco, ser el público que se deja engañar sabiendo que, al final, todo tendrá sentido. Desde los giros de El sexto sentido hasta las trampas narrativas de Origen, pasando por la estructura lineal inversa de Memento, el espectador entra al juego sin darse cuenta.

El placer de ser engañados

Hay directores que dominan el arte de hacernos creer que estamos un paso por delante, cuando en realidad solo seguimos las migas que nos van dejando. Hitchcock ya jugaba con esa tensión mostrando solo lo justo, ocultando lo necesario y dejando que nuestra mente completara el resto del relato. En el fondo, lo que nos seduce no es la verdad, sino la expectativa, la posibilidad de descubrir algo que el resto no ve, de comprobar si en verdad nos están confundiendo o hemos sido capaces de tirar bien del hilo.

Esa sensación recuerda a lo que sucede cuando alguien entra a un casino con bonos de bienvenida, confiando en que tiene ventaja sobre la suerte. El espectador, igual que el jugador, cree entender las reglas, pero el director se guarda siempre un as bajo la manga. La trama gira, los personajes cambian de piel, y cuando llega el golpe final, el público se da cuenta de que ha apostado con emociones, no con fichas.

Christopher Nolan ha convertido este juego en su seña de identidad. En Origen, Memento y en Tenet, el tiempo se pliega sobre sí mismo y la mente del espectador se convierte en el tablero de juego. Cada escena es una pieza que parece encajar… hasta que deja de hacerlo. Lo mismo ocurre con David Fincher en Gone Girl o El club de la lucha, donde el guion no solo manipula a sus protagonistas, sino también a quien observa, recordándonos que el cine puede mentir con absoluta elegancia.

En estos relatos, el público atraviesa la historia como si caminara por un decorado bien montado, donde todo parece sólido hasta que un detalle revela la trampa. La luz, el sonido, el montaje, los silencios… cada elemento está pensado para que prestemos atención a lo que menos importa. El engaño cinematográfico no se basa en ocultar, sino en distraer, en dirigir la mirada justo donde el director quiere. Un truco de prestidigitación que nos enamora.

Directores que apuestan con nuestras emociones

Jordan Peele, en Get Out o Us, lleva esta manipulación un paso más allá. Nos engaña para revelarnos lo que no queremos ver, para que el miedo deje de ser sobrenatural y se convierta en social. Su juego sorprende e incómoda. Al terminar la película, el espectador siente que ha sido parte de un experimento, y quizá lo ha sido, emocional y profundamente humano.

Esa es la magia del séptimo arte: el placer de la trampa bien hecha. Sabemos que el director manipula la historia, que el montaje es un acto que se convierte en pura magia, pero preferimos creer. Como en cualquier apuesta, lo que cuenta no es el resultado, sino el recorrido.

El cine es, en esencia, una gran mesa de juego emocional. Los directores apuestan con la confianza del público, y los espectadores arriesgan sus certezas a cambio de una experiencia inolvidable. Cuando el engaño se revela y comprendemos que hemos sido parte de una ilusión perfectamente calculada, la sensación es de triunfo compartido.

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