Un regalo para los Delibers, para los sensibles y para los escritores. Todo eso es Las guerras de nuestros antepasados, ocupante en el momento de escribir esta crítica del Teatro Bellas Artes de Madrid. Lo primero porque a quien ame la obra del vallisoletano le dejará como el tiempo de descuento al madridista: muy satisfecho. Después, lo segundo porque la obra lleva a cabo la proeza de transmitir ese complejísimo equilibrio de gimnasta entre la melancolía y la violencia, tan de las novelas de Delibes. Lo tercero porque narrativamente la obra parece una broma pesada: un libreto teatral basado en una novela donde casi todo son diálogos, que cuentan una acción que sucede en off.
Y el tirabuzón termina en una recepción perfecta cuando sales del teatro con la sensación de que es una historia simple, esencial en fondo y forma. El porteño Claudio Tolcachir (Tercer Cuerpo) dirige esta adaptación de Eduardo Galán, con un Carmelo Gómez extraordinario en un papel que brilla como un verano gaditano por la gracia de su sólido aliado, Miguel Hermoso.
Título: Las guerras de nuestros antepasados Título original: Las guerras de nuestros antepasados
Reparto: Carmelo Gómez
Miguel Hermoso
Duración: 85 min. apróx. Dirección: Claudio Tolcachir Adaptación: Eduardo Galán Autor: Miguel Delibes
Iluminación: Juan Gómez Cornejo Escenografía: Monica Boromello Vestuario: Yaiza Pinillos Espacio sonoro: Manu Solís Ayudante dirección: María Garcia de Oteyza Productor: Jesús Cimarro Producción: Pentación Espectáculos y Secuencia 3
Tráiler de 'Las guerras de nuestros antepasados'
Sinopsis de 'Las guerras de nuestros antepasados'
Un grito contra la violencia de las guerras es la línea maestra de la novela de Miguel Delibes Las guerras de nuestros antepasados, publicada en 1975. Desde el nombre del protagonista, “Pacífico”, hasta el final terrible de la obra, el autor vallisoletano defendió a lo largo de sus páginas la paz frente a la guerra y la no violencia como camino de vida. (TEATRO BELLAS ARTES).
Somos el Minotauro
Pacífico Pérez (Carmelo Gómez), un hombre rural y sencillo que padece hipersensibilidad, va a recibir el garrote vil por el asesinato de un hombre. El doctor Burgueño (Miguel Hermoso), en el sanatorio penitenciario, trata de averiguar a lo largo de siete sesiones cómo conjugar el carácter de su paciente con sus acciones. A través de sus conversaciones, conocemos el pasado de Pacífico, marcado por las guerras como metralla en la carne. El padre, el abu, el bisa, no concebían la vida de un hombre sino con el propósito de combatir. La Guerra Civil, la Guerra de Marruecos, la tercera Guerra Carlista… Cada uno tiene la suya.
Pero Pacífico, amante antes que soldado, que recuerda a ese asombroso personaje de El Nini en Las Ratas, capaz de percibir construcciones tan bellas y poéticas como el llorar de la higuera, no comprende tales propósitos belicistas. Es incapaz de hacer daño o de defenderse. La trinidad patriarcal familiar lo maltrata y muestra su decepción por el niño que honra su propio nombre con cada lágrima que le provocan. Aquí las secuelas de la guerra se extienden a los descendientes, convirtiendo la mirada de las cien millas en la de los cien años. “Al final va a ser el único de casa que pierda su guerra”.
La verborrea pueblerina que gobierna el texto, con modismos tan suculentos como acabar las frases con la muletilla: “natural”, dota a la obra de una rugosidad terrosa que convive con los vericuetos dedálicos de una trama imposible. La escenografía desoye al referente: una austera consulta médica y unos barrotes de prisión, son sustituidos por una especie de sala de espera hecha con prismas modulares que hacen a la vez de banco, mueble y lámpara, que los actores van redistribuyendo a lo largo de la obra. Lo forma final de los prismas es un cuadrado cerrado.
Pero en toda Las guerras de nuestros antepasados se transmite una escasez de elementos formales especialidad del chef, que barre o fumiga la coraza del corazón, dejando como resto la hondísima profundidad del análisis de la mente humana a través del arte.
Un juego para el autor
Se dice que Fellini es un director que gusta a los directores. Evidentemente es una generalización, pero es lógico aseverar tal cosa. Las partes más divertidas de escribir o dirigir no son necesariamente las más divertidas de ver, sobre todo el gran público. Las obras con alta carga metalingüística son interesantísimas para quien conoce y practica los mecanismos de la narración.
Parece ser que Delibes afrontó esta novela en parte como un juego consigo mismo, pero queriendo demostrar algo: que podía escribir algo adscrito al género novelístico casi íntegramente a través de diálogos, rememorando una vida a través de la inconexa psique de un hombre atormentado. Es decir, se toma por pito del sereno esa gran máxima del cine y el teatro, dos artes cuyo lenguaje fundamental es la acción, de “no me cuentes, enséñamelo”. Y funciona a las mil maravillas. No en vano acabó siendo, en palabras del autor, “su novela más dinámica”.
En realidad, alguien podría pensar que ya había hecho lo mismo en Cinco horas con Mario, y casi nos dejaría sin argumentos. Sin embargo, lo que hace brillante Las guerras de nuestros antepasados, y en algunos aspectos superior a aquella, es que a nivel estructural no es otra cosa que un thriller: ha habido un asesinato, y hay que hacer una reconstrucción de los hechos. En este sentido, la disposición cambiante de los elementos en el escenario rima muy bien con el concepto de colocar las piezas del rompecabezas.
Si pensamos en otro gran thriller heterodoxo, por la ausencia de sangre o tiroteos, y donde el incidente desencadenante nos es contado a través de diálogos, como es el caso de Doce hombres sin piedad, vemos que tampoco están tan alejados. Por tanto, estamos ante un ejemplo de historia hecha de géneros dentro de géneros, pero con la sutileza de un artista inabarcable.
Conclusión
La novela fue publicada en 1975, un año después del acontecimiento que más profundamente marcaría la vida y obra de Delibes: la muerte de su esposa, Ángeles de Castro. Según ha contado alguna vez su hija, Elisa Delibes de Castro, aquella tragedia arruinó las ganas del autor de darle a la novela el empuje necesario para promocionarla. Al final, Las guerras de nuestros antepasados ha quedado más o menos relegada al archivo de los completistas. Y es injusto (aunque Delibes con toda probabilidad no compartiría tal opinión), porque estamos ante una de las obras más singulares de la literatura española del siglo XX.
Así que aprovechen esta acción de rescate de Gómez, Hermoso, Tolcachir y compañía, sobre todo quienes se asuman amantes de Delibes, porque ir a ver Las guerras de nuestros antepasados es, tal vez ahora más que nunca, casi una deuda que le debemos al vallisoletano inmortal.
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