El pasado viernes 3 de octubre, el Teatro de la Zarzuela se vistió de dramatismo con la reposición de Pepita Jiménez, ópera de Isaac Albéniz revisada por Pablo Sorozábal y dirigida escénicamente por Giancarlo del Mónaco. En esta nueva producción, la música y el fuego interior de los personajes se enfrentan a una puesta en escena desbordante. El resultado: una función trágica y desgarrada, a ratos hipnótica, a otros desmesurada. El público asistió a una historia de amor imposible que, aunque sostenida por una soprano de voz prodigiosa, se vio parcialmente eclipsada por decisiones escenográficas de discutible coherencia.
Título: Pepita Jiménez Título original: Pepita Jiménez
Reparto: Ángeles Blancas (Pepita Jiménez)
Carmen Romeu (Pepita Jiménez)
Maite Alberola (Pepita Jiménez)
Antoni Lliteres (Luis de Vargas)
Leonardo Caimi (Luis de Vargas)
Ana Ibarra (Antoñona)
Cristina Faus (Antoñona)
Rodrigo Esteves (Pedro de Vargas)
Rubén Amoretti (Vicario)
Pablo López (Conde de Genazahar)
Josep Fadó (Primer Oficial)
Iago García Rojas (Segundo Oficial)
Duración: 75 min. apróx. Dirección musical:Guillermo García Calvo Dirección de escena:Giancarlo del Monaco Escenografía:Daniel Bianco Vestuario:Jesús Ruiz Iluminación:Albert Faura Orquesta: Orquesta de la Comunidad de Madrid (Titular del Teatro de la Zarzuela) Coro: Coro del Teatro de la Zarzuela Director del coro: Antonio Fauró Producción: Teatro de la Zarzuela
Tráiler de 'Pepita Jiménez'
Sinopsis de 'Pepita Jiménez'
La historia transcurre en una localidad andaluza del siglo XIX. Don Pedro de Vargas, un caballero acomodado, pretende a Pepita Jiménez, una joven viuda de buena posición. Sin embargo, Pepita se enamora del hijo de don Pedro, Luis, un seminarista que está a punto de ordenarse sacerdote.
El conflicto central surge cuando Luis, atrapado entre su vocación religiosa y su amor por Pepita, libra una intensa lucha interior entre el deber moral y la pasión terrenal.
A lo largo de la ópera, ambos personajes se enfrentan al dilema entre lo sagrado y lo humano, entre la pureza espiritual y el deseo. En el desenlace, Pepita, incapaz de soportar la tensión entre el amor y la culpa, bebe un veneno y muere en brazos de Luis, quien comprende demasiado tarde la profundidad de su amor.
Basada en la novela homónima de Juan Valera, Pepita Jiménez ofrece un delicado retrato de los conflictos entre el deseo y el deber, expresados con elegancia, lirismo y hondura psicológica. La partitura de Isaac Albéniz combina el espíritu andaluz con una orquestación rica y apasionada, convirtiendo esta obra en una joya del nacionalismo musical español. (TEATRO DE LA ZARZUELA).
Foto de Elena del Real
Contexto de la obra
Basada en la novela homónima de Juan Valera, Pepita Jiménez narra el conflicto entre el deber religioso y el deseo carnal, encarnado en el joven seminarista Luis de Vargas y la viuda que da título a la obra. Desde su estreno en el Liceu en 1896, la partitura de Albéniz ha recorrido un camino tan errático como fascinante, pasando por adaptaciones en varios idiomas hasta llegar a esta versión definitiva de Pablo Sorozábal. En ella, el tono amable de Valera se torna tragedia: Pepita muere víctima de su propio amor, un desenlace que Sorozábal potenció con un dramatismo casi verista. La dirección musical de Guillermo García Calvo respetó la hondura de la partitura, acentuando su lirismo y extrayendo de la Orquesta de la Comunidad de Madrid una paleta rica en matices, con especial mención para las cuerdas y las, a ratos distinguidas, castañuelas.
Foto de Elena del Real
Intérpretes protagonistas
El elenco cumplió con creces, pero Ángeles Blancas acaparó todas las miradas. Su Pepita no fue una heroína ingenua, sino una mujer de carne y lágrimas, desgarrada entre la pérdida y el deseo. La potencia de su voz, especialmente en el segundo acto, dejó sin aliento a la sala: su timbre cálido, su impecable control técnico y su capacidad expresiva otorgaron al personaje una verdad conmovedora. Frente a ella, Leonardo Caimi construyó un Luis de Vargas atormentado y convincente, aunque algo menos sólido en los pasajes más líricos. El dúo final entre ambos, con un fraseo lleno de tensión contenida, fue sin duda el momento más sobrecogedor de la noche.
El papel del coro: aunque breve, bueno
Sin embargo, la coralidad quedó diluida. El Coro Titular del Teatro de la Zarzuela, dirigido por Antonio Fauró, ofreció intervenciones breves y de escaso protagonismo dramático. Solo en el villancico Campanas, vuelan campanas”brilló la textura colectiva con verdadera emoción, acompañada de unas castañuelas que aportaron las migajas de lo popular, uno de los pocos momentos en los que la música española se respiró con naturalidad.
Foto de Elena del Real
Sobre la escenografía y los decorados
El decorado de Daniel Bianco, aunque visualmente impactante, resultó un arma de doble filo. La enorme jaula metálica giratoria que dominaba el escenario —quizás concebida como metáfora del encierro moral y turbulento de los personajes— terminó por opacar cualquier emoción, fruto de una confusión entre lo simbólico y lo redundante.
Sus giros constantes, semejantes al tambor de una lavadora en pleno centrifugado, distraían y distorsionaban el foco dramático. Aquella estructura, poco acertada para un drama íntimo andaluz, generaba un ruido visual que interfería con la conexión emocional entre intérpretes y público. Los tonos brillantes y el movimiento incesante convertían la tragedia en espectáculo, despojando de intimidad las escenas más hondas. En cambio, el vestuario de Jesús Ruiz, sobrio y elegante, devolvía cierto equilibrio al conjunto, remitiendo a una Andalucía estilizada y atemporal.
Foto de Elena del Real
Conclusión
Esta contradicción entre lo sonoro y lo visual marcó toda la velada: mientras la música de Albéniz desplegaba su sensualidad refinada, la escenografía parecía gritar desde otro registro, más cercano al artificio que a la emoción incontrolable que emanaba de los protagonistas. El resultado fue un espectáculo de contrastes, por momentos arrebatador, por otros confuso, que no terminó de hallar su lugar. A esta misma desmesura, se suma la energía excesiva de los cuerpos. El contacto físico entre los protagonistas rozaba los esperpéntico y absurdo. En ese exceso físico residía, una incomodidad que rozaba el absurdo, obligando a desconectar de la obra por la inverosimilitud del propio relato cantado con su recreación visual.
Al caer el telón, quedó la sensación de haber asistido a una ópera que se debate entre el respeto a la tradición y el deseo de modernidad, pero que, para su desgracia, cae en una brecha intermedia que poco alcanza. Pepita Jiménez sigue siendo un espejo donde España se mira: un país de emociones desbordadas, religiosidad y deseo, virtud y condena. Pese a los altibajos escénicos, esta producción logró algo esencial: recordarnos que la pasión, incluso cuando se extravía entre hierros giratorios, sigue siendo el corazón de una buena obra.
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